domingo, 12 de agosto de 2012

¿Es posmoderno ser posmoderno?


POR JOSE FERNANDEZ VEGA (revista ñ http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/filosofia/Nuestra-epoca-es-postuma_0_736726330.html)

Se suele repetir que nuestro mundo se mueve a velocidades vertiginosas; en él nada consigue durar. Bajo semejante dinámica, seguir hablando de posmodernismo, caso que haya sido correcto adoptar la noción alguna vez, puede sonar incongruente. El término se viene utilizando desde hace varias décadas.
¿Cuántos cambios ocurrieron en el plano cultural o político desde 1979, cuando Jean-François Lyotard logró imponer esa palabra en la agenda mundial a través de un pequeño ensayo? Su intervención fue irritante para muchos, entre ellos Jürgen Habermas, quien se oponía a descartar el legado de la modernidad y abandonar sus promesas de emancipación, aún incumplidas, en manos de una propuesta que consideraba sólo neoconservadora.
La historia de la palabra “posmoderno” reconoce antecedentes incluso más remotos. Perry Anderson explicó que el español Federico de Onís la usó por primera vez en los años treinta para referirse a un declive del modernismo, la corriente poética impulsada por Rubén Darío. Desde entonces sufrió una variada evolución que involucró a poetas y pensadores de tres continentes hasta que, a comienzos de los setenta, se asentó con sorprendente éxito en la crítica arquitectónica.
Surgido de los debates estéticos, Lyotard proyectó el término como descripción de una mutación integral. Posmodernismo designaba una sociedad posindustrial y fragmentaria que había perdido toda confianza en las narrativas abarcadoras provenientes de la ciencia o de la historia, en particular en el relato marxista de la revolución. Pero un marxista, Fredrick Jameson, acabaría escribiendo el libro más ambicioso sobre el tema: Posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío (1991). Allí se argumenta que la explosión tecnológica y la hegemonía de las finanzas habían fundado un paisaje social cuyo impacto alteraba, no sólo el entero espectro de las artes, sino también las identidades personales y las perspectivas políticas heredadas de los modernos. Poco después, Jameson declaró que nos habíamos acostumbrado a considerar más factible el fin del mundo que el fin del capitalismo. En cuanto a la cultura, se había vuelto otra rama de la economía.
Para la misma época, Francis Fukuyama ofreció una teoría, simple y abarcadora, acerca de la situación abierta tras la caída del comunismo real ocurrida en esos años. Ese hecho, afirmó, determinaba el ingreso en otro universo “pos”, esta vez poshistórico, en el cual la democracia liberal y el mercado capitalista fijaban los límites de la imaginación social: ningún programa de innovación factible podía desbordar dichas fronteras. Dentro de su perímetro cualquier cambio era posible, pero ninguno fuera de él.
Otro estadounidense, Arthur Danto, tradujo estas visiones a las artes visuales, terreno en el cual el posmodernismo estético acaso alcanzó su expresión más desenfrenada. El arte adquirió una irrestricta libertad al independizarse de los mandatos políticos y estéticos modernos que tanto influyeron en vanguardias y manifiestos. Los artistas ya no estaban obligados a encasillarse en una línea poética o práctica particular. El arte había ingresado en una etapa poshistórica donde dominaba el pluralismo. La atmósfera de la democracia liberal también se respiraba en el ámbito artístico, pero al precio de cierta indiferencia general y del sometimiento a los caprichos del mercado.
Lyotard escribió en una época sin laptops o gadgets (que desplazaron del imaginario al demasiado moderno automóvil). La Guerra Fría amenazaba, la gente llenaba los cines: parecen noticias muy arcaicas. ¿Está igualmente desactualizada la trasmutación radical que anunció en su libro? En Dibujando la historia moderna, su actual muestra en el Malba, el peruano Fernando Bryce exhibe más de mil obras organizadas en series que testimonian episodios históricos: el colonialismo europeo, el nacionalismo de su país, el Tercer Reich. Copia documentos, periódicos y anuncios con obsesión mimética. Su devoción melancólica se integra a la ironía pop. La modernidad queda expuesta como un archivo único de cultura y barbarie; ilusiones sociales que vienen del pasado transformadas en dibujos en tinta. Bryce acaso tenga buenas razones para rechazar el sello de posmoderno. Pero eso podría no tener importancia: nadie consigue escapar a su época.

Nuestra época es póstuma

POR ESTHER DIAZ (revista ñ)

Somos contemporáneos del fin de las utopías. Nuestra herida narcisista es comprobar que la historia no disponía ni de la emancipación, ni de la igualdad, ni de la paz perpetua que los modernos habían soñado. La antigüedad se regía por el pasado. La modernidad apostó al futuro. La posmodernidad, en cambio, se quedó con todo: tiempos simultáneos, nostalgia por lo retro, reafirmación del presente y avances futuristas. Se trata de una época histórico cultural que se manifiesta a mediados del siglo pasado y culmina –o entra en crisis– en septiembre de 2001. Pero no podemos abordar el quiebre conceptual posmoderno sin mencionar el proyecto moderno (siglo XVI al XX) y sus tres esferas dominantes: ciencia, ética y arte.
Habría que imaginar estas esferas atravesadas por una flecha ascendente: el progreso impulsado por la razón. La ciencia progresaría hacia la verdad, la ética hacia la libertad y la estética hacia la belleza. Los beneficios serían equitativos para toda la humanidad y las leyes, universales. El humanismo tenía un lugar destacado en el proyecto moderno. Y ¿de qué manera se garantizaba la validez de las leyes? Mediante un sujeto fuerte como fundamento de lo real, la ética y el conocimiento. Pero en las postrimerías decimonónicas la solidez moderna comenzó a chirriar, cincuenta años más tarde explotó.
La física newtoniana se había tambaleado con la enunciación de la segunda ley de la termodinámica (siglo XIX). La perplejidad que acunó a la posmodernidad comenzó a gestarse en la esfera científica. ¿Quién fue el osado que se atrevió a tomar la esponja que borró las certezas? Si la materia se degrada y estamos arrojados a la entropía, ¿qué hacer con la reversibilidad, el determinismo y la universalidad de las legalidades científico-naturales modernas? Si la biología enuncia la evolución de las especies ¿habrá que aceptar que la historia influye en leyes que los modernos imaginaron eternas? ¿Y la teoría de la relatividad, la física cuántica, el caos, el azar? Ya a mediados del siglo pasado se hizo inocultable que la racionalidad científica aplicada a la economía no produce equidad sino riqueza exorbitante concentrada en pocas manos y que las recién nacidas herramientas digitales viabilizaban desarrollo tecnocientífico como el que se incrustó en Hiroshima y Nagasaki.
Tiempo después, el Muro de Berlín arrasó ideologías. Entre sus escombros crecieron señales posmodernas: ausencia de fundamento, apuesta al pragmatismo, estímulos tecnológicos y simultaneidades espacio-temporales que alimentaron la noción de sujetos fragmentados. La posética emergió de las esquirlas del ideal humanístico y su nunca logrado bienestar universal. En lugar de la paz perpetua, nazismo, guerras mundiales, robo de bebés, terrorismos de Estado.
La modernidad había presagiado un arte disfrutado por la humanidad en su conjunto, aunque las inversiones millonarias de coleccionistas privados dejaron al desnudo esa falacia. Como revancha, la posestética se alejó del paradigma racional moderno y se lanzó a la hibridación de géneros y al reciclaje. Abandonó el funcionalismo en favor del disparate, el simulacro, lo kitsch y lo pop.
La modernidad había sido hipócrita, prometía imposibles. Justicia universal, conocimiento absoluto, arte como forma de vida total. La posmodernidad fue cínica, no disimuló oportunismos, pastiches o ambigüedad moral. Pero ¿ambas subsisten? o deambulamos sobre cadáveres que, paradójicamente, emiten señales de vida. Se reflotan significantes modernos como “revolución” y posmodernos como “impolítico”. Esta aporía, sumada al “orden antiterrorista” mundial impuesto por el imperio, dificulta la búsqueda de alguna unidad significativa que contenga tanta multiplicidad. ¿Qué nombre ponerle a nuestro tiempo? ¿Somos modernos o posmodernos? Ni lo uno ni lo otro, y a la vez ambos. Nuestra época es póstuma, ve la luz entre la agonía de las prácticas desde las que nos hemos subjetivado y el fracaso de las promesas de un mañana mejor. La caída de las Torres Gemelas –entre cuyos escombros (foto) habría que buscar cenizas modernas y restos posmodernos– produjo una ruptura geopolítica signada por estados de excepción permanente, sospecha de terrorismo generalizada, estallido de burbujas inmobiliarias, rescates financieros irracionales, refugiados, apátridas, indocumentados, nuevos muros dividiendo países. Nuestro tiempo es póstumo porque sobrevive a las categorías político-culturales que lo hicieron posible. Somos humanos póstumos porque vemos desaparecer las formas desde las que hemos devenido sujetos. Nosotros, los de ayer, ya no somos los mismos. Nosotros, los posmodernos, ahora somos los póstumos.

¿Posmoderno yo?


La demolición del complejo habitacional Pruitt-Igoe marcó hace 40 años el comienzo simbólico de la posmodernidad. Otro derrumbe, el de las Torres Gemelas, conmovió en 2001 los cimientos y el espíritu de la era. Tres ensayistas analizan la cosmovisión actual, heredera de esos escombros. 



Los escombros de las Torres Gemelas neoyorquinas todavía echaban humo cuando ya empezaba a proclamarse que la posmodernidad había muerto. Tenía su gracia, y no sólo porque siempre tiene su gracia escuchar los argumentos de personas que se sienten más a gusto presenciando entierros que anunciando nacimientos. La muerte de la posmodernidad –una categoría de periodización cultural que indica que las sociedades capitalistas contemporáneas atraviesan una fase histórica que se opone o se diferencia, que continúa o rechaza, que supera una fase inmediatamente anterior, llamada moderna– se explicaba valiéndose de hipótesis, conceptos, estéticas y presupuestos asociados al mismo lenguaje posmoderno: globalización, simulacro, imagen, verdad, realidad, poder, espectáculo, símbolo, signo. “Constatemos el fracaso, práctico, de las esperanzas posmodernas”, propuso este año el filósofo italiano Gianni Vattimo. “Pero, ciertamente, no en el sentido de volvernos ‘realistas’ pensando que la verdad certificada (‘¿por quién?’ nunca un realista se lo pregunta) nos salvará”, afirmaba en un diálogo con su colega Maurizio Ferraris, publicado por Ñ el 27 de febrero. ¿De qué esperanzas hablaba el inventor de la noción de “pensamiento débil”? La era del vacío de Gilles Lipovetsky se publicó en 1983 y tres décadas después pocos parecen dispuestos a admitir con qué fruición se leyó ese libro (nadie votó a Carlos Menem, nadie leyó a Lipovetsky); contenía ensayos que se remontaban hasta 1979, el año en que Jean-François Lyotard presentó La condición posmoderna , donde asumía que la condición del saber de las sociedades capitalistas avanzadas estaba sujeta al descrédito de sus grandes relatos unificadores; “posmoderno”, explicó Lyotard, era el escepticismo ante los metarrelatos y sus protagonistas. De este escepticismo, escribió Lipovetsky, había resultado un “proceso de personalización”, “una segunda revolución individualista”. Un tipo de organización que rompía con el “orden disciplinario-revolucionario-convencional que prevaleció hasta los años cincuenta”, ahora ajustado a “la realización personal”, “el respeto a la singularidad subjetiva”, “valores hedonistas, respeto por las diferencias, culto a la liberación personal, al relajamiento, al humor y a la sinceridad, al psicologismo, a la expresión libre”.
La sociedad moderna, la sociedad de los empresarios-héroes de Joseph Schumpeter, de la producción en masa, del ejército de cronometradores de Henry Ford, la sociedad “conquistadora, que creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica, que se instituyó como ruptura con las jerarquías de sangre y la soberanía sagrada, con las tradiciones y los particularismos en nombre de lo universal, de la razón, de la revolución”, ya no existía. Su lugar lo ocupaban sociedades “ávidas de identidad, de diferencia, de conservación, de tranquilidad, de realización personal inmediata”. La nueva sociedad posmoderna de Lipovetsky era descentrada, heteróclita, materialista, renovadora, retro, cool, psi, consumista, ecologista, sofisticada, espontánea, espectacular, creativa, flexible, narcisista, joven, hedonista, indiferente, relajada, desenfadada, humorística... “La gente tutea, ya nadie se toma en serio, todo es ‘diver’, proliferan los chistes que intentan evitar el paternalismo, la distancia, la broma o la anécdota clásica de banquete”. Y entonces, el 11 de septiembre de 2001, dos aviones de pasajeros secuestrados por terroristas fueron estrellados contra las torres del World Trade Center. Ya nadie pudo hablar de respeto por las diferencias, relajamiento, expresión libre. Ni siquiera podía echarse una carta en un buzón de correo por temor a ser sospechado de propagar ántrax.

La ciudad como artefacto
Puede seguirse el juego. Puede aceptarse la premisa –aunque sea falsa, aunque no lo sea, aunque poco importe en definitiva– de que la posmodernidad murió cuando unos edificios se desplomaron en una ciudad y entonces proponer un trayecto, contar una historia, seguir un derrotero: si terminó con un bum, también pudo empezar con un bum. Celebrar el entierro, pero recordar el nacimiento.
Las ciudades son cosas. Los ecos teóricos retumban en Las reglas del método sociológico, piedra fundacional de la sociología publicada por Emile Durkheim en 1895, aunque el sonido se pierda antes de llegar a las reversiones de Marcel Mauss o de Claude Lévi-Strauss. El tono es simétrico e inverso: los hechos sociales no deben ser tratados como cosas, sino que las cosas son hechos sociales. Entonces, si las ciudades son cosas y si las cosas son hechos sociales, una definición ajustada de “ciudad” surge al parafrasear la expresión que Pierre Bourdieu parafraseó, a su vez, de un pasaje de Las formas elementales de la vida religiosa, el libro de 1912 de Durkheim: “Artefacto histórico bien fundado”. Durkheim se refería a la religión; Bourdieu, a la clase obrera. La ciudad podría definirse como un artefacto cultural bien fundado. ¿Pero fundado por quién? ¿O para qué? En noviembre de 1972 se publicó Las ciudades invisibles, el libro de Italo Calvino sobre las recitaciones de Marco Polo al emperador Kublai Jan. Una década más tarde, en una conferencia recogida como nota preliminar para ediciones posteriores, Calvino afirmó que las ciudades son un conjunto de memorias, deseos, símbolos, signos de un lenguaje. “Más que ningún otro lugar en la tierra –escribió el crítico Greil Marcus a propósito de Nueva York en 2001, a propósito de dos torres y de dos aviones–, Norteamérica puede ser atacada a través de sus símbolos porque está hecha de ellos”. Los símbolos se construyen con la misma minuciosidad con que pueden destruirse, quería decir Marcus, como escribiendo una misiva al pasado, a los burócratas que levantaban complejos habitacionales con la misma facilidad con que los dinamitaban, que erigían símbolos que pronto debían ser destruidos para erigir nuevos símbolos.
Meses antes de la publicación del libro de Calvino, el 15 de julio de 1972, hace ahora cuarenta años, el complejo habitacional estatal Pruitt-Igoe de St. Louis, la segunda ciudad más grande del Estado de Missouri, en el Medio Oeste estadounidense, comenzó a ser demolido por considerárselo un lugar inhabitable para las personas de escasos recursos que allí residían. Negros, todos ellos. La demolición –que se completó en los siguientes cuatro años– fue interpretada como una alegoría exculpatoria del autoritarismo arquitectónico moderno, como una rápida corrección de los signos del lenguaje urbano. El hombre camina entre signos, escribió Calvino, pero sólo repara en ellos cuando los reconoce como signos de otra cosa: un cartel con un sacamuelas señala la casa de un dentista, un jarro indica una taberna, una balanza al herborista.
Si los edificios son signos de otra cosa, si la forma y el lugar que ocupan en la ciudad están indicando una función, ¿signo de qué era el Pruitt-Igoe? ¿Qué quería decir que lo echaran abajo? ¿O que alguien celebrara el acontecimiento? Fue diseñado en 1951 por el arquitecto estadounidense Minoru Yamasaki, quien años más tarde proyectaría las torres del World Trade Center. A la historia le gustan esas ironías, esos guiños. El Pruitt-Igoe empezó a ocuparse en 1954 y se inauguró en 1956. Se trataba de un armatoste monstruoso, 33 edificios idénticos de 11 plantas cada uno, un total de 2.762 departamentos, se dice que inspirado en las máquinas para la vida del arquitecto suizo Le Corbusier. Se lo presentó como un heraldo de las innovaciones arquitectónicas modernas, un prodigio de la planificación urbana propuesta para las clases medias arruinadas por la guerra. Al igual que la mayor parte de las viviendas públicas estadounidenses de posguerra, sus habitantes deseados eran desdichados que valía la pena ayudar: blancos y, aunque mal pagos, insertos en el mercado laboral. No funcionó. En pocos años el complejo se convirtió en un espacio socialmente estigmatizado, ocupado por negros, por desdichados que no valía la pena salvar.
Desde entonces, el Pruitt-Igoe se estudia como paradigma de todo aquello que en planificación urbana está fatalmente equivocado. Pero además, como una prueba meticulosamente escenificada de que un gueto –y en el caso de las ciudades estadounidenses, el gueto negro– no es sólo una acumulación de familias pobres en un espacio sometido por condiciones sociales indeseables, sino un instrumento institucional de dominio tejido a través del estigma, la coacción, el confinamiento espacial y el enclaustramiento organizativo, que concilia dos objetivos contrapuestos en el uso del espacio urbano: extracción económica y ostracismo social, como muchas veces insistió el sociólogo francés Loïc Wacquant.
En el Pruitt-Igoe podía pensarse al leer La torre , novela de 1973 de Richard Martin Stern: “Una ciudad muerta dentro de otra ciudad, un monumento al ingenio, la vanidad, la inteligencia y la dudosa sensatez del hombre; una Gran Pirámide, un Stonehenge, o un Angkor Vat, una curiosidad, un anacronismo”. La curiosidad aguantó sólo diecisiete años y le llevó aún menos pasar de monumento a anacronismo. Lo tiraron abajo ante flashes fotográficos y aplausos. El arquitecto e historiador Charles Jencks escribió: “La Arquitectura Moderna murió en St. Louis, Missouri, el 15 de julio de 1972 a las 3.32 de la tarde (más o menos), cuando a varios bloques del infame proyecto Pruitt-Igoe se les dio el tiro de gracia con dinamita. Previamente habían sido objeto de vandalismo, mutilación y defecación por parte de sus habitantes negros, y aunque se reinvirtieron millones de dólares para intentar mantenerlos con vida (reparando ascensores, ventanas y repintando) se puso fin a su miseria. Bum, bum, bum”. Para entonces el símbolo ya tenía bien ganado un relato legítimo, una narración que podía pasar por cierta.

Arquitectura y símbolos
Los problemas habían aparecido desde el principio. Para mantenerse en presupuesto se improvisaron toda clase de recortes arbitrarios; el tamaño de los departamentos se redujo al máximo, haciendo que conceptos lecorbusianos como “celdas” o “máquinas para la vida” dejaran de ser meras metáforas; las cerraduras y bisagras de las puertas se estropearon antes de usarse; los cristales se quebraron; un ascensor se averió el día de la inauguración. No pasó mucho tiempo antes de que las cañerías se desbarataran, los elevadores dejaran de funcionar, una tubería de gas explotara; se acumulaban vidrios rotos, escombros, basura y alimañas viviendo en esa basura. Las luces desaparecieron, los pasillos olían a orina, los grafitis sustituyeron el color gris oficial de las paredes y en los estacionamientos se amontonaban automóviles a medio desarmar. Hacia fines de la década de 1960 vivían en el complejo unos 10.000 negros, de los cuales dos tercios eran menores de edad; la mayoría de los adultos estaban desocupados y dependían de algún tipo de ayuda estatal. En 1969 los residentes dejaron de pagar alquiler; en 1970 el 65% del complejo estaba desierto. El ayuntamiento de la ciudad dejó de mantenerlo y hacia 1972 sólo quedaba demolerlo. Eliminar el símbolo, y hacer de la demolición misma otro símbolo.
La posmodernidad se ganó así su fecha de nacimiento y todos corrieron a confeccionar su carta astral: 15 horas y 32 minutos del 15 de julio de 1972. En los años sucesivos personas de diversos campos, azuzadas por Jencks, insistieron en que ese acto representaba el final simbólico de la modernidad, el final de un paradigma de autoritarismo arquitectónico, de construcción de máquinas para la vida. También vieron en la demolición una gran obra de arte de su tiempo, y no sólo porque la secuencia aparecería en Koyaanisqatsi , la película experimental de 1982 dirigida por Godfrey Reggio y musicalizada por Phillip Glass, sino porque esas imágenes parecían una versión acordada, un ensayo general y una premonición de las imágenes de los aviones comerciales estrellándose, tres décadas más tarde, contra las torres del Word Trade Center. “La mayor obra de arte jamás creada”, dijo cinco días después del ataque terrorista el compositor alemán Karlheinz Stockhausen.
Podría tratarse de otra coincidencia, pero las coincidencias pueden revelar curiosas afinidades. En 1972, aquel mismo año en que apareció el libro de Calvino sobre las ciudades como sitios de intercambio de signos y en que el Pruitt-Igoe fue demolido, se publicó Aprendiendo de Las Vegas. El simbolismo olvidado de la forma arquitectónica, escrito por los arquitectos Robert Venturi, Denise Scott-Brown y Steven Izenour, uno de los libros de arquitectura paradigmáticos del último cuarto del siglo XX, siempre asociado –aunque sus autores se desentendieran– a la mirada posmoderna sobre el espacio social. La hipótesis era que los arquitectos podían aprender mucho más de los paisajes populares, de las zonas suburbanas y comerciales, que de los ideales abstractos y doctrinarios del alto modernismo. Escribieron: “En general, el mundo no puede esperar del arquitecto que le construya su utopía, y las preocupaciones principales del arquitecto han de referirse, no a lo que debe ser, sino a lo que es, y a los medios para contribuir a mejorarlo hoy. Desde luego, el movimiento moderno no estaba dispuesto a aceptar tan humilde papel; sin embargo, es un papel artísticamente mucho más prometedor”.
Los arquitectos con aspiraciones revolucionarias no debían proponer arrasar París y construirlo de nuevo, como había propuesto Le Corbusier (aparentemente hizo la misma propuesta en cada ciudad que visitó); debían aprender del paisaje, adaptarse: mirar al entorno –como dicen los antropólogos– desde el punto de vista del nativo. Los arquitectos modernos habían rechazado los ornamentos sobre los edificios; proclamaron, como F. T. Marinetti en 1914, que “la nueva belleza del cemento y del hierro se profana con la aplicación de carnavalescas incrustaciones decorativas”. Entonces construyeron edificios que eran ornamentos, cuya misma forma debía mostrar su función y el lugar que ocupaban en la ciudad. En vez de decorar construcciones, se construyeron decoraciones para que las personas vivieran en ellas; decoraciones que convertidas en conceptos –nacionales, modernos, racionales– comenzaron a dejar sin aire a quienes los habitaban.
Las torres de vidrio, los bloques de concreto y las planchas de acero fundaron ciudades para el Hombre con mayúsculas, el hombre como proyecto histórico y social, pero no para las personas. Los resultados de la excesiva preocupación en el diseño total y en el buen gusto –podía leerse en Aprendiendo de Las Vegas – fueron mortecinos. A diferencia de lo que habían conjeturado los arquitectos modernos, las personas no querían vivir en celdas, ni en el Pruitt-Igoe, ni en máquinas que encarnaran su proyecto histórico y social; las personas querían vivir en Disneylandia.
La idea modernista en arquitectura y urbanismo se apoyaba en la planificación y en el desarrollo de proyectos monumentales, racionales y de alcance metropolitano. Buscaban el dominio absoluto de la ciudad: la ciudad era un hecho social total, un artefacto cultural bien fundado, un conjunto de fenómenos caóticos que debían ser ordenados. “El ciclo de las funciones cotidianas, habitar, trabajar y recrearse (recuperación), será regulado por el urbanismo dentro de la más estricta economía de tiempo”. Era uno de los “puntos doctrinales” de La carta de Atenas , proclamada por el CIAM en 1933, manifiesto que estableció el canon arquitectónico de las siguientes tres décadas. “La ciudad, definida en lo sucesivo como una unidad funcional, deberá crecer armoniosamente en cada una de sus partes, disponiendo de los espacios y de las vinculaciones en los que podrán inscribirse, equilibradamente, las etapas de su desarrollo”. La forma arquitectónica tenía su correspondencia en un proceso lógico-racional; la forma debía someterse al programa y a la estructura.
Forma y función, belleza y utilidad, arte y tecnología. Había allí un trayecto rectilíneo que conducía del Pruitt-Igoe a una pila de escombros, y después, a las Torres Gemelas, y por fin, a otra pila de escombros; un trayecto que se iniciaba el 15 de julio de 1972 a las 15.32 y acababa el 11 de septiembre de 2001 a las 8.46. Es sólo un relato fundado en coincidencias atractivas sin ninguna verdad certificada. Pero es también una buena historia, la clase de historias que pueden pasar por ciertas.