La demolición del complejo habitacional Pruitt-Igoe marcó hace
40 años el comienzo simbólico de la posmodernidad. Otro derrumbe, el de las
Torres Gemelas, conmovió en 2001 los cimientos y el espíritu de la era. Tres
ensayistas analizan la cosmovisión actual, heredera de esos escombros.
Los escombros de las Torres
Gemelas neoyorquinas todavía echaban humo cuando ya empezaba a proclamarse que
la posmodernidad había muerto. Tenía
su gracia, y no sólo porque siempre tiene su gracia escuchar los argumentos de
personas que se sienten más a gusto presenciando entierros que anunciando
nacimientos. La muerte de la posmodernidad –una categoría de periodización
cultural que indica que las sociedades capitalistas contemporáneas atraviesan
una fase histórica que se opone o se diferencia, que continúa o rechaza, que
supera una fase inmediatamente anterior, llamada moderna– se explicaba
valiéndose de hipótesis, conceptos, estéticas y presupuestos asociados al mismo
lenguaje posmoderno: globalización, simulacro, imagen, verdad, realidad, poder,
espectáculo, símbolo, signo. “Constatemos el fracaso, práctico, de las
esperanzas posmodernas”, propuso este año el filósofo italiano Gianni Vattimo. “Pero, ciertamente, no
en el sentido de volvernos ‘realistas’ pensando que la verdad certificada
(‘¿por quién?’ nunca un realista se lo pregunta) nos salvará”, afirmaba en un
diálogo con su colega Maurizio Ferraris,
publicado por Ñ el 27 de febrero. ¿De qué esperanzas hablaba el inventor de la
noción de “pensamiento débil”? La era del
vacío de Gilles Lipovetsky se
publicó en 1983 y tres décadas después pocos parecen dispuestos a admitir con
qué fruición se leyó ese libro (nadie votó a Carlos Menem, nadie leyó a
Lipovetsky); contenía ensayos que se remontaban hasta 1979, el año en que Jean-François Lyotard presentó La condición posmoderna , donde asumía
que la condición del saber de las sociedades capitalistas avanzadas estaba
sujeta al descrédito de sus grandes relatos unificadores; “posmoderno”, explicó
Lyotard, era el escepticismo ante los
metarrelatos y sus protagonistas. De este escepticismo, escribió
Lipovetsky, había resultado un “proceso de personalización”, “una segunda revolución individualista”. Un
tipo de organización que rompía con el “orden disciplinario-revolucionario-convencional
que prevaleció hasta los años cincuenta”, ahora ajustado a “la realización
personal”, “el respeto a la singularidad subjetiva”, “valores hedonistas,
respeto por las diferencias, culto a la liberación personal, al relajamiento,
al humor y a la sinceridad, al psicologismo, a la expresión libre”.
La sociedad moderna, la sociedad de los empresarios-héroes de Joseph Schumpeter, de la producción en
masa, del ejército de cronometradores de Henry Ford, la sociedad
“conquistadora, que creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica, que se
instituyó como ruptura con las jerarquías de sangre y la soberanía sagrada, con
las tradiciones y los particularismos en nombre de lo universal, de la razón,
de la revolución”, ya no existía. Su lugar lo ocupaban sociedades “ávidas de
identidad, de diferencia, de conservación, de tranquilidad, de realización
personal inmediata”. La nueva sociedad posmoderna de Lipovetsky era
descentrada, heteróclita, materialista, renovadora, retro, cool, psi,
consumista, ecologista, sofisticada, espontánea, espectacular, creativa,
flexible, narcisista, joven, hedonista, indiferente, relajada, desenfadada,
humorística... “La gente tutea, ya nadie se toma en serio, todo es ‘diver’,
proliferan los chistes que intentan evitar el paternalismo, la distancia, la
broma o la anécdota clásica de banquete”. Y entonces, el 11 de septiembre de 2001, dos aviones de pasajeros secuestrados por
terroristas fueron estrellados contra las torres del World Trade Center. Ya
nadie pudo hablar de respeto por las diferencias, relajamiento, expresión
libre. Ni siquiera podía echarse una carta en un buzón de correo por temor a
ser sospechado de propagar ántrax.
La ciudad como artefacto
Puede seguirse el juego. Puede aceptarse la premisa –aunque sea falsa,
aunque no lo sea, aunque poco importe en definitiva– de que la posmodernidad
murió cuando unos edificios se desplomaron en una ciudad y entonces proponer un
trayecto, contar una historia, seguir un derrotero: si terminó con un bum,
también pudo empezar con un bum. Celebrar el entierro, pero recordar el
nacimiento.
Las ciudades son cosas. Los ecos teóricos retumban en Las reglas
del método sociológico, piedra fundacional de la sociología publicada por Emile Durkheim en 1895, aunque el
sonido se pierda antes de llegar a las reversiones de Marcel Mauss o de Claude
Lévi-Strauss. El tono es simétrico e inverso: los hechos sociales no deben
ser tratados como cosas, sino que las cosas son hechos sociales. Entonces, si
las ciudades son cosas y si las cosas son hechos sociales, una definición
ajustada de “ciudad” surge al parafrasear la expresión que Pierre Bourdieu parafraseó, a su vez, de un pasaje de Las formas elementales de la vida religiosa,
el libro de 1912 de Durkheim: “Artefacto histórico bien fundado”. Durkheim se
refería a la religión; Bourdieu, a la clase obrera. La ciudad podría definirse
como un artefacto cultural bien fundado. ¿Pero fundado por quién? ¿O para qué?
En noviembre de 1972 se publicó Las
ciudades invisibles, el libro de Italo
Calvino sobre las recitaciones de Marco
Polo al emperador Kublai Jan. Una década más tarde, en una conferencia
recogida como nota preliminar para ediciones posteriores, Calvino afirmó que
las ciudades son un conjunto de memorias, deseos, símbolos, signos de un lenguaje.
“Más que ningún otro lugar en la tierra –escribió el crítico Greil Marcus a
propósito de Nueva York en 2001, a propósito de dos torres y de dos aviones–, Norteamérica puede ser atacada a través de
sus símbolos porque está hecha de ellos”. Los símbolos se construyen con la
misma minuciosidad con que pueden destruirse, quería decir Marcus, como
escribiendo una misiva al pasado, a los burócratas que levantaban complejos
habitacionales con la misma facilidad con que los dinamitaban, que erigían
símbolos que pronto debían ser destruidos para erigir nuevos símbolos.
Meses antes de la publicación del libro de Calvino, el 15 de
julio de 1972, hace ahora cuarenta años, el complejo habitacional estatal
Pruitt-Igoe de St. Louis, la segunda ciudad más grande del Estado de Missouri,
en el Medio Oeste estadounidense, comenzó a ser demolido por considerárselo un
lugar inhabitable para las personas de escasos recursos que allí residían.
Negros, todos ellos. La demolición –que se completó en los siguientes cuatro años–
fue interpretada como una alegoría exculpatoria del autoritarismo
arquitectónico moderno, como una rápida corrección de los signos del lenguaje
urbano. El hombre camina entre signos, escribió Calvino, pero sólo repara en
ellos cuando los reconoce como signos de otra cosa: un cartel con un sacamuelas
señala la casa de un dentista, un jarro indica una taberna, una balanza al
herborista.
Si los edificios son signos de otra cosa, si la forma y el lugar
que ocupan en la ciudad están indicando una función, ¿signo de qué era el
Pruitt-Igoe? ¿Qué quería decir que lo echaran abajo? ¿O que alguien celebrara
el acontecimiento? Fue diseñado en 1951 por el arquitecto estadounidense Minoru Yamasaki, quien años más tarde
proyectaría las torres del World Trade Center. A la historia le gustan esas
ironías, esos guiños. El Pruitt-Igoe empezó a ocuparse en 1954 y se inauguró en
1956. Se trataba de un armatoste monstruoso, 33 edificios idénticos de 11
plantas cada uno, un total de 2.762 departamentos, se dice que inspirado en las
máquinas para la vida del arquitecto suizo Le
Corbusier. Se lo presentó como un heraldo de las innovaciones
arquitectónicas modernas, un prodigio de la planificación urbana propuesta para
las clases medias arruinadas por la guerra. Al igual que la mayor parte de las
viviendas públicas estadounidenses de posguerra, sus habitantes deseados eran
desdichados que valía la pena ayudar: blancos y, aunque mal pagos, insertos en
el mercado laboral. No funcionó. En pocos años el complejo se convirtió en un
espacio socialmente estigmatizado, ocupado por negros, por desdichados que no
valía la pena salvar.
Desde entonces, el Pruitt-Igoe se estudia como paradigma de todo
aquello que en planificación urbana está fatalmente equivocado. Pero además,
como una prueba meticulosamente escenificada de que un gueto –y en el caso de
las ciudades estadounidenses, el gueto negro– no es sólo una acumulación de
familias pobres en un espacio sometido por condiciones sociales indeseables,
sino un instrumento institucional de dominio tejido a través del estigma, la
coacción, el confinamiento espacial y el enclaustramiento organizativo, que
concilia dos objetivos contrapuestos en el uso del espacio urbano: extracción
económica y ostracismo social, como muchas veces insistió el sociólogo francés
Loïc Wacquant.
En el Pruitt-Igoe podía pensarse al leer La torre , novela de
1973 de Richard Martin Stern: “Una
ciudad muerta dentro de otra ciudad, un monumento al ingenio, la vanidad, la
inteligencia y la dudosa sensatez del hombre; una Gran Pirámide, un Stonehenge,
o un Angkor Vat, una curiosidad, un anacronismo”. La curiosidad aguantó sólo
diecisiete años y le llevó aún menos pasar de monumento a anacronismo. Lo
tiraron abajo ante flashes fotográficos y aplausos. El arquitecto e historiador
Charles Jencks escribió: “La
Arquitectura Moderna murió en St. Louis, Missouri, el 15 de julio de 1972 a las
3.32 de la tarde (más o menos), cuando a varios bloques del infame proyecto
Pruitt-Igoe se les dio el tiro de gracia con dinamita. Previamente habían sido
objeto de vandalismo, mutilación y defecación por parte de sus habitantes
negros, y aunque se reinvirtieron millones de dólares para intentar mantenerlos
con vida (reparando ascensores, ventanas y repintando) se puso fin a su
miseria. Bum, bum, bum”. Para entonces el símbolo ya tenía bien ganado un
relato legítimo, una narración que podía pasar por cierta.
Arquitectura y símbolos
Los problemas habían aparecido desde el principio. Para
mantenerse en presupuesto se improvisaron toda clase de recortes arbitrarios;
el tamaño de los departamentos se redujo al máximo, haciendo que conceptos
lecorbusianos como “celdas” o “máquinas para la vida” dejaran de ser meras
metáforas; las cerraduras y bisagras de las puertas se estropearon antes de
usarse; los cristales se quebraron; un ascensor se averió el día de la
inauguración. No pasó mucho tiempo antes de que las cañerías se desbarataran,
los elevadores dejaran de funcionar, una tubería de gas explotara; se
acumulaban vidrios rotos, escombros, basura y alimañas viviendo en esa basura.
Las luces desaparecieron, los pasillos olían a orina, los grafitis sustituyeron
el color gris oficial de las paredes y en los estacionamientos se amontonaban
automóviles a medio desarmar. Hacia fines de la década de 1960 vivían en el
complejo unos 10.000 negros, de los cuales dos tercios eran menores de edad; la
mayoría de los adultos estaban desocupados y dependían de algún tipo de ayuda
estatal. En 1969 los residentes dejaron de pagar alquiler; en 1970 el 65% del
complejo estaba desierto. El ayuntamiento de la ciudad dejó de mantenerlo y
hacia 1972 sólo quedaba demolerlo. Eliminar el símbolo, y hacer de la
demolición misma otro símbolo.
La posmodernidad se ganó así su fecha de nacimiento y todos
corrieron a confeccionar su carta astral: 15 horas y 32 minutos del 15 de julio
de 1972. En los años sucesivos personas de diversos campos, azuzadas por
Jencks, insistieron en que ese acto representaba el final simbólico de la
modernidad, el final de un paradigma de autoritarismo arquitectónico, de
construcción de máquinas para la vida. También vieron en la demolición una gran
obra de arte de su tiempo, y no sólo porque la secuencia aparecería en
Koyaanisqatsi , la película experimental de 1982 dirigida por Godfrey Reggio y
musicalizada por Phillip Glass, sino porque esas imágenes parecían una versión
acordada, un ensayo general y una premonición de las imágenes de los aviones
comerciales estrellándose, tres décadas más tarde, contra las torres del Word
Trade Center. “La mayor obra de arte jamás creada”, dijo cinco días después del
ataque terrorista el compositor alemán Karlheinz
Stockhausen.
Podría tratarse de otra coincidencia, pero las coincidencias
pueden revelar curiosas afinidades. En 1972, aquel mismo año en que apareció el
libro de Calvino sobre las ciudades como sitios de intercambio de signos y en
que el Pruitt-Igoe fue demolido, se publicó Aprendiendo
de Las Vegas. El simbolismo olvidado de la forma arquitectónica, escrito
por los arquitectos Robert Venturi, Denise Scott-Brown y Steven Izenour, uno de los libros de
arquitectura paradigmáticos del último cuarto del siglo XX, siempre asociado
–aunque sus autores se desentendieran– a la mirada posmoderna sobre el espacio
social. La hipótesis era que los arquitectos podían aprender mucho más de los
paisajes populares, de las zonas suburbanas y comerciales, que de los ideales
abstractos y doctrinarios del alto modernismo. Escribieron: “En general, el
mundo no puede esperar del arquitecto que le construya su utopía, y las
preocupaciones principales del arquitecto han de referirse, no a lo que debe
ser, sino a lo que es, y a los medios para contribuir a mejorarlo hoy. Desde
luego, el movimiento moderno no estaba dispuesto a aceptar tan humilde papel;
sin embargo, es un papel artísticamente mucho más prometedor”.
Los arquitectos con aspiraciones revolucionarias no debían
proponer arrasar París y construirlo de nuevo, como había propuesto Le
Corbusier (aparentemente hizo la misma propuesta en cada ciudad que visitó);
debían aprender del paisaje, adaptarse:
mirar al entorno –como dicen los antropólogos– desde el punto de vista del
nativo. Los arquitectos modernos habían rechazado los ornamentos sobre los
edificios; proclamaron, como F. T. Marinetti en 1914, que “la nueva belleza del
cemento y del hierro se profana con la aplicación de carnavalescas
incrustaciones decorativas”. Entonces construyeron edificios que eran
ornamentos, cuya misma forma debía mostrar su función y el lugar que ocupaban
en la ciudad. En vez de decorar construcciones, se construyeron decoraciones
para que las personas vivieran en ellas; decoraciones que convertidas en
conceptos –nacionales, modernos, racionales– comenzaron a dejar sin aire a
quienes los habitaban.
Las torres de vidrio, los bloques de concreto y las planchas de acero
fundaron ciudades para el Hombre con mayúsculas, el hombre como proyecto
histórico y social, pero no para las personas. Los resultados de la excesiva
preocupación en el diseño total y en el buen gusto –podía leerse en Aprendiendo
de Las Vegas – fueron mortecinos. A diferencia de lo que habían conjeturado los
arquitectos modernos, las personas no querían vivir en celdas, ni en el
Pruitt-Igoe, ni en máquinas que encarnaran su proyecto histórico y social; las
personas querían vivir en Disneylandia.
La idea modernista en arquitectura y urbanismo se apoyaba en la planificación y en el desarrollo de proyectos monumentales, racionales y de alcance metropolitano. Buscaban el dominio absoluto de la
ciudad: la ciudad era un hecho social total, un artefacto cultural bien
fundado, un conjunto de fenómenos caóticos que debían ser ordenados. “El ciclo
de las funciones cotidianas, habitar, trabajar y recrearse (recuperación), será
regulado por el urbanismo dentro de la más estricta economía de tiempo”. Era
uno de los “puntos doctrinales” de La carta de Atenas , proclamada por el CIAM
en 1933, manifiesto que estableció el canon arquitectónico de las siguientes
tres décadas. “La ciudad, definida en lo sucesivo como una unidad funcional,
deberá crecer armoniosamente en cada una de sus partes, disponiendo de los
espacios y de las vinculaciones en los que podrán inscribirse,
equilibradamente, las etapas de su desarrollo”. La forma arquitectónica tenía
su correspondencia en un proceso lógico-racional; la forma debía someterse al
programa y a la estructura.
Forma y función, belleza y utilidad, arte y tecnología. Había
allí un trayecto rectilíneo que conducía del Pruitt-Igoe a una pila de
escombros, y después, a las Torres Gemelas, y por fin, a otra pila de
escombros; un trayecto que se iniciaba el 15 de julio de 1972 a las 15.32 y
acababa el 11 de septiembre de 2001 a las 8.46. Es sólo un relato fundado en
coincidencias atractivas sin ninguna verdad certificada. Pero es también una
buena historia, la clase de historias que pueden pasar por ciertas.