POR JOSE FERNANDEZ VEGA (revista ñ http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/filosofia/Nuestra-epoca-es-postuma_0_736726330.html)
Se suele
repetir que nuestro mundo se mueve a velocidades vertiginosas; en él nada
consigue durar. Bajo semejante dinámica, seguir hablando de posmodernismo, caso
que haya sido correcto adoptar la noción alguna vez, puede sonar incongruente.
El término se viene utilizando desde hace varias décadas.
¿Cuántos cambios ocurrieron en el
plano cultural o político desde 1979, cuando Jean-François Lyotard logró imponer esa palabra en la agenda
mundial a través de un pequeño ensayo? Su intervención fue irritante para
muchos, entre ellos Jürgen Habermas,
quien se oponía a descartar el legado de la modernidad y abandonar sus promesas
de emancipación, aún incumplidas, en manos de una propuesta que consideraba
sólo neoconservadora.
La historia de la palabra
“posmoderno” reconoce antecedentes incluso más remotos. Perry Anderson explicó que el español Federico de Onís la usó por primera vez en los años treinta para
referirse a un declive del modernismo, la corriente poética impulsada por Rubén Darío. Desde entonces sufrió una
variada evolución que involucró a poetas y pensadores de tres continentes hasta
que, a comienzos de los setenta, se asentó con sorprendente éxito en la crítica
arquitectónica.
Surgido de los debates estéticos,
Lyotard proyectó el término como descripción de una mutación integral.
Posmodernismo designaba una sociedad posindustrial y fragmentaria que había
perdido toda confianza en las narrativas abarcadoras provenientes de la ciencia
o de la historia, en particular en el relato marxista de la revolución. Pero un
marxista, Fredrick Jameson, acabaría
escribiendo el libro más ambicioso sobre el tema: Posmodernismo o la lógica
cultural del capitalismo tardío (1991).
Allí se argumenta que la explosión tecnológica y la hegemonía de las finanzas
habían fundado un paisaje social cuyo impacto alteraba, no sólo el entero
espectro de las artes, sino también las identidades personales y las
perspectivas políticas heredadas de los modernos. Poco después, Jameson declaró
que nos habíamos acostumbrado a considerar más factible el fin del mundo que el
fin del capitalismo. En cuanto a la cultura, se había vuelto otra rama de la
economía.
Para la misma época, Francis Fukuyama ofreció una teoría,
simple y abarcadora, acerca de la situación abierta tras la caída del comunismo
real ocurrida en esos años. Ese hecho, afirmó, determinaba el ingreso en otro
universo “pos”, esta vez poshistórico, en el cual la democracia liberal y el
mercado capitalista fijaban los límites de la imaginación social: ningún
programa de innovación factible podía desbordar dichas fronteras. Dentro de su
perímetro cualquier cambio era posible, pero ninguno fuera de él.
Otro estadounidense, Arthur Danto, tradujo estas visiones a
las artes visuales, terreno en el cual el posmodernismo estético acaso alcanzó
su expresión más desenfrenada. El arte adquirió una irrestricta libertad al
independizarse de los mandatos políticos y estéticos modernos que tanto
influyeron en vanguardias y manifiestos. Los artistas ya no estaban obligados a
encasillarse en una línea poética o práctica particular. El arte había
ingresado en una etapa poshistórica donde dominaba el pluralismo. La atmósfera
de la democracia liberal también se respiraba en el ámbito artístico, pero al
precio de cierta indiferencia general y del sometimiento a los caprichos del
mercado.
Lyotard escribió en una época sin
laptops o gadgets (que desplazaron del imaginario al demasiado moderno
automóvil). La Guerra Fría
amenazaba, la gente llenaba los cines: parecen noticias muy arcaicas. ¿Está
igualmente desactualizada la trasmutación radical que anunció en su libro? En Dibujando la historia moderna, su actual muestra en el Malba, el
peruano Fernando Bryce exhibe más de
mil obras organizadas en series que testimonian episodios históricos: el
colonialismo europeo, el nacionalismo de su país, el Tercer Reich. Copia
documentos, periódicos y anuncios con obsesión mimética. Su devoción
melancólica se integra a la ironía pop. La modernidad queda expuesta como un
archivo único de cultura y barbarie; ilusiones sociales que vienen del pasado
transformadas en dibujos en tinta. Bryce acaso tenga buenas razones para
rechazar el sello de posmoderno. Pero eso podría no tener importancia: nadie
consigue escapar a su época.
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