Somos contemporáneos del fin de
las utopías. Nuestra herida narcisista es comprobar que la historia no disponía
ni de la emancipación, ni de la igualdad, ni de la paz perpetua que los modernos
habían soñado. La antigüedad se regía por el pasado. La modernidad apostó al
futuro. La posmodernidad, en cambio,
se quedó con todo: tiempos
simultáneos, nostalgia por lo retro, reafirmación del presente y avances
futuristas. Se trata de una época histórico cultural que se manifiesta a
mediados del siglo pasado y culmina –o entra en crisis– en septiembre de 2001.
Pero no podemos abordar el quiebre conceptual posmoderno sin mencionar el
proyecto moderno (siglo XVI al XX) y sus tres esferas dominantes: ciencia,
ética y arte.
Habría que imaginar estas esferas atravesadas por una flecha
ascendente: el progreso impulsado por la razón. La ciencia progresaría hacia la
verdad, la ética hacia la libertad y la estética hacia la belleza. Los
beneficios serían equitativos para toda la humanidad y las leyes, universales.
El humanismo tenía un lugar destacado en el proyecto moderno. Y ¿de qué manera
se garantizaba la validez de las leyes? Mediante un sujeto fuerte como
fundamento de lo real, la ética y el conocimiento. Pero en las postrimerías
decimonónicas la solidez moderna comenzó a chirriar, cincuenta años más tarde
explotó.
La física newtoniana se había tambaleado con la enunciación de
la segunda ley de la termodinámica (siglo XIX). La perplejidad que acunó a la posmodernidad comenzó a gestarse en la
esfera científica. ¿Quién fue el osado que se atrevió a tomar la esponja
que borró las certezas? Si la materia se degrada y estamos arrojados a la
entropía, ¿qué hacer con la reversibilidad, el determinismo y la universalidad
de las legalidades científico-naturales modernas? Si la biología enuncia la
evolución de las especies ¿habrá que aceptar que la historia influye en leyes
que los modernos imaginaron eternas? ¿Y la teoría de la relatividad, la física
cuántica, el caos, el azar? Ya a mediados del siglo pasado se hizo inocultable
que la racionalidad científica aplicada a la economía no produce equidad sino
riqueza exorbitante concentrada en pocas manos y que las recién nacidas
herramientas digitales viabilizaban desarrollo tecnocientífico como el que se
incrustó en Hiroshima y Nagasaki.
Tiempo después, el Muro
de Berlín arrasó ideologías. Entre sus escombros crecieron señales
posmodernas: ausencia de fundamento, apuesta al pragmatismo, estímulos
tecnológicos y simultaneidades espacio-temporales que alimentaron la noción de
sujetos fragmentados. La posética emergió de las esquirlas del ideal
humanístico y su nunca logrado bienestar universal. En lugar de la paz
perpetua, nazismo, guerras mundiales, robo de bebés, terrorismos de Estado.
La modernidad había presagiado un arte disfrutado por la
humanidad en su conjunto, aunque las inversiones millonarias de coleccionistas
privados dejaron al desnudo esa falacia. Como revancha, la posestética se alejó
del paradigma racional moderno y se lanzó a la hibridación de géneros y al reciclaje. Abandonó el funcionalismo en
favor del disparate, el simulacro, lo kitsch y lo pop.
La modernidad había sido hipócrita, prometía imposibles.
Justicia universal, conocimiento absoluto, arte como forma de vida total. La
posmodernidad fue cínica, no disimuló oportunismos, pastiches o ambigüedad
moral. Pero ¿ambas subsisten? o deambulamos sobre cadáveres que,
paradójicamente, emiten señales de vida. Se reflotan significantes modernos
como “revolución” y posmodernos como “impolítico”. Esta aporía, sumada al
“orden antiterrorista” mundial impuesto por el imperio, dificulta la búsqueda
de alguna unidad significativa que contenga tanta multiplicidad. ¿Qué nombre
ponerle a nuestro tiempo? ¿Somos modernos o posmodernos? Ni lo uno ni lo otro,
y a la vez ambos. Nuestra época es póstuma, ve la luz entre la agonía de las
prácticas desde las que nos hemos subjetivado y el fracaso de las promesas de
un mañana mejor. La caída de las Torres Gemelas –entre cuyos escombros (foto)
habría que buscar cenizas modernas y restos posmodernos– produjo una ruptura
geopolítica signada por estados de excepción permanente, sospecha de terrorismo
generalizada, estallido de burbujas inmobiliarias, rescates financieros
irracionales, refugiados, apátridas, indocumentados, nuevos muros dividiendo
países. Nuestro tiempo es póstumo porque sobrevive a las categorías
político-culturales que lo hicieron posible. Somos humanos póstumos porque
vemos desaparecer las formas desde las que hemos devenido sujetos. Nosotros,
los de ayer, ya no somos los mismos. Nosotros, los posmodernos, ahora somos los
póstumos.
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